miércoles, 13 de agosto de 2008

Ánimo de conversar




(...) Dejó el vaso.
Recordaba haberle escrito algo así o, cuando menos, haberlo intentado:

“Hablemos de la necesidad. Llamar algunos pensamientos es irremediable para mí. No hay forma. No te pido perdón ya, estoy un poco cansado. Tengo recuerdos desparejos, en algunos soy inmenso, en otros apenas me distingo. Pero en todos ellos ando tras de un vidrio oscuro, tanto que casi ni me asemejo. Me he curado de dos o tres cosas, amigo, por error, sabrás, pero otras tantas conservo y me he inventado últimamente que me hacen imposible no vivir intensamente a tus anchas. Siempre supimos que se nos hace difícil hablar lejos de la intimidad, de lo afable y lo grávido. Y, sin embargo, el pasado está colmado de ciertas negligencias, olvidos, devaneos, otras tendencias.
¿Habrás mermado ya en tu historia de Apolo caducifolio? ¿O estarás (lejos, asumo) aguardando otros ojos con los que contemplar todo el mar en primavera? Pero redundo. Prometí no pedirte perdón, acá me ves.

Me levanto, me lavo la cara, pongo la pava y me llegan noticias tuyas. No sé si me alegra o me preocupa lo remoto, la distancia ridícula que a barlovento de tu recuerdo me intento formar. Trato de obligarme a creer que el progreso es inevitable. Y es inútil, no soy idiota. Empiezo a hacerme a la idea de que lo nuestro es vivir así, en la proximidad nostalgiosa y cordial de los derrotados de antemano, porque el mundo no supo ni sabe qué hacer con corazones como los nuestros… pero entonces, y sólo entonces, doy con un sentimiento algo inducido y me realizo de que siempre hemos denostado las palabras pronunciadas en vano, invocadas para satisfacer la vileza o la ausencia en la que no caben palabras ya.

Es el tiempo lo que pasa. Me preguntaba por el precio de preservarse, por aquella contra-pulsión que no quise nunca admitir por decepcionar algún afecto, alguna oportunidad de ser vívidamente, momentáneo tan solo… Pero uno se vuelve cínico, no hay más que tragar todo el escepticismo, el cálculo frío, desterrar la marabunta de afectos. Ahora sé (y te digo) que aquello no es más que la certeza frívola, fulanos descalzos en madrugadas en las que se ha fumado un cigarrillo agriamente descubierto en el bolsillo del abrigo y en ayunas de religión.
Esos hombres que te he referido no son más que una noción abstracta de nosotros, el vago presentimiento de que toda esta salvajada civilizatoria vendrá a acabarse antes que los gusanos como un rumor de mundo a la salida del primer subte de la mañana.
Esos hombres, pues, están lejos de mí y de vos,
y, sin duda,
muy próximos a todas las mujeres que, barrunto, dejarán de amarme algún día
cansadas ya de nuestra secreta hermandad… “


* * *

Le vino a la memoria La muerte y la brújula, sonó el timbre y aquello sobre la mesa tenía que volar de inmediato, un último esfuerzo contra sí mismo. Abrió. No era un gran problema, lo despachó enseguida y retomó el hilo difuso: “eh..”, pensó que no tenía mucho para decir…
_“Vos te tenés que ir ya al laburo, no?”
Importaba un pito lo que conversaban a esta altura. De lo que uno se despabila con los más cercanos a veces sin más que balbucear… Oía los discos bajar y colgarse luego de la batea del equipo, el aparatoso engranaje del kenwood ir y venir, dejar las ideas a contramarcha, olvidar sencillamente, el atroz eterno retorno de las mismas canciones, a los pájaros madrugadores… Era temprano (o tarde), echó un vistazo a Germán, hacía muecas con la boca como buscando saliva o palabras, advirtió la torpeza en el cuello cuando volteó para devolverle la mirada, se dio cuenta de que él también andaba en el mismo gesto aspaventoso y rieron de cansancio, prácticamente.
_“Para dormir hoy, amigo, vamos a tener que hacer algo más que repasar la formación del boca de bilardo”.
_”Eso, seguro”.