domingo, 14 de octubre de 2012

Tabú



“No sé si su belleza provocaba en mí la envidia, o lamentaba que la muchacha no fuese mía, ni nunca lo sería; o sentía vagamente que su rara belleza era casual, innecesaria, efímera”

                                                                         Las bellas, Antón Chejov





Cree recordarla tras el ruido de la canilla abierta con exceso. Cree imaginarla entonces entre las luces blandas de una mañana urdiendo la tierna trama del desayuno por venir. Cree, sobre todo, porque tiempo ha de esas memorias. Piensa mientras se le abisma el olor a salitre pronto del mar que ese día él es un hombre de suerte. Cree, intenta creer, que por entre las partes entumecidas de su cuerpo, las que se reconocen sobre la cama después que sus ojos abiertos hace un tiempo ya, crece algo parecido a una blanda tristeza, remota, inexplicable. La memoria va tomando espesor sin proponérselo. El frío rugoso de la laja contra las plantas de los pies, la respiración entre el aire espeso del verano, las manos fatigadas, la boca pastosa, la mandíbula algo contrita aún por el bruxismo de la noche. Ella lo llama. Desde qué lejanía, se interrumpe, desde qué sitio sin tiempo la escucha ahora musitar su nombre otra vez. La reconoce: el perfil vigoroso de su rostro se dibuja sobre la claridad serena de la cocina. Se aproxima, se cierne sobre su cuello, lo besa, alcanza a oler los rastros del sueño tórrido de la noche anterior, la abraza por la espalda, siente su cuerpo hinchado, fastuoso de mujer enorme. Quiere cogerla, como siempre, indefectiblemente. Ella bromea. El desayuno está casi listo y él sabe de paciencia.

***


-Amor, amor... Ya estás fumado? Sos todo un caso, eh?


***

Se levantó temprano y se escabulló. Era un ejercicio que practicaba con fruición. Necesitaba saltar de la cama, exasperarse un poco y arrancar. Buscaba entonces alguna excusa para salir de paseo y perderse unos minutos. El sol reventaba el faro blanquísimo del pueblo. Había estado lloviendo bastante, este era el primer sol de la semana y traía consigo la intensidad del que ha esperado por arder largo tiempo. Él también ardía. Le dolieron los ojos un buen rato hasta que se habituó a andar con la vista fruncida. Provisto del diario local, una mermelada y un atado de cigarrillos, emprendió regreso. Caminaba con paso esmeradamente lento. De pronto todo se volvió extraño. A su alrededor se sucedían los animales muertos que la marea había depositado con rigor matemático ahí y más allá por la noche. El sol los hacía heder y brillar con la majestuosidad de una decadencia suntuosa y él sintió la vileza crecer. Después rió y siguió camino. Se entretuvo el resto del regreso con la idea de pensarse un personaje en un sueño de Kurosawa.

***


¿Cuánto hace de Montevideo? ¿Cuántas veces estuvo? ¿Había muerto ya él? ¿Volvió a la feria ese domingo? ¿Miraba entonces el techo y se repetía a sí mismo las palabras que le había escrito para no oírla llorar mientras le mentía dulcemente? ¿Y era en esa mórbida habitación de ventanas que iban del piso a la cintura y no más? ¿O era en un balcón sobre Plaza Cagancha? ¿O quizás a bordo del ómnibus a Piedras Blancas un día de lluvia?¿O era un día de sol tímido y era seco y ventoso? ¿Paula se llamaba la chica que se encargó de amanecerlo aquel día? ¿Pero entonces él aún vivía, no? ¿Y no había hotel de mezquinas ventanas ni balcón? ¿Bebían whisky entonces en el puesto sobre dieciocho esa mañana? ¿O ella era alemana y había traído hachís en el avión que ahora compartía con él y dos lúmpenes más? ¿Con cuántos se habría amado la alemana hippie? ¿A qué había ido a Montevideo? ¿Mascaba chicle para disimular el aliento a alcohol mientras se entrevistaba con los despachantes de aduana? ¿Se entreveró con un moreno pendenciero una noche de llamadas? ¿O le devolvió una conciliadora cara de póker para que no lo matara a piñas? ¿Y a ella? ¿La había confinado en ese cuarto para cometer cuánto vejamen diera abasto su imaginación? Y, entonces, lo de la piba: ¿habría sido amor o piedad?

***

-Necesito hablar, che. Ando limado, ya sabrás…

-OK. Voy a cenar con mi vieja y mi hermana, pero después podemos ir a tomar algo.

-Dale… Pará, escuchame.

-¿Qué?

-Nunca te fíes de una persona que gusta decir la palabra plausible

(risas)

-Bueno. Lo voy a tener en cuenta

***

Se pregunta acerca de las horas. No de las extáticas, las coléricas, esas que lo vieron a bordo de una bicicleta surcando playas, drogado y estúpido, o reventando vasos contra el suelo, o riendo como un autómata, o cantando ronco al abrazo de un amigo un tema de Fito. No. Se pregunta acerca de las horas. Las que hacen el tiempo sin pasión. ¿Cuántas fueron? ¿Habrá sido en una de esas horas exactas que él encargó otra petaquita antes de irse seco al piso?
Recuerda otra vez la intensidad como el olor a ruda del patio de la casa de Lugano. Ella lo llama desde la cama. Quiere amar. Todo se vuelve simple. Le susurra tiernamente al oído: “Metemelá”.